Poesía religiosa
EL ÁRBOL DE LA CRUZ
Un viejo sembrador en tierra fértil me plantó junto a otros compañeros a pleno sol. Transcurrieron los días entre lluvia y sequía, yo, resistente florecía mientras algunos abandonaron esta vida.
A las grandes conquistas mis sueños me conducían, esta madera esplendorosa para un hermoso barco serviría.
O un labrado cofre donde guardar todas las joyas, logradas en las batallas en diferentes zonas remotas.
Cierto día se presentaron unos soldados romanos con aire desenfrenado para varios árboles talarlos.
Me eligieron a mí sin saber el destino, creía que estos pensamientos no me resultarían esquivos.
Las ramas acabaron indudablemente en el fuego mientras el tronco quedó en dos mitades por el suelo.
Cuando escuché sus palabras se me heló la savia contenida, mi madera para tortura de unos condenados por la justicia.
Me colocaron en los hombros de un sufriente humano, algo percibí internamente: era un abrazo sagrado.
Tres veces cayó bajo mi peso, no resistía más: el yugo oprimiéndole el pecho.
Gracias a un labrador alcanzamos el monte Calvario, clavos para sujetar al Cordero Santo.
Acompañaba firmemente al Dios que me creó, mis venas lloraban sangre de divina redención.
Te agradezco sinceramente el ofrecido destino, cuando te bajaron muerto, allí quedé como fiel testigo.
Marisa Calvo
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