5.
TESTIGO DE UNA VIDA NUEVA
Demos
un paso más: ¿Qué es exactamente lo que transmite el testigo? ¿La
experiencia de su encuentro con Dios? No parece posible, al menos directamente,
pues todo encuentro interpersonal es en cuanto tal incomunicable,
intransmisible. ¿Cómo pueden comunicar dos enamorados su experiencia amorosa a
un tercero? Lo mismo sucede con la fe. De hecho yo sólo conozco mi experiencia
con Dios, mi fe. Creo que también otros viven esa experiencia pero yo no la
conozco. Será semejante a la mía pero es diferente, es su experiencia.
Lo
único que puede hacer el testigo es sugerir, señalar, atraer, invitar a otros
a que hagan su propia experiencia. Y la mejor invitación es presentar la propia
vida: una vida atractiva, interesante, una vida nueva, transformada, «salvada».
Sin duda, hay modos distintos de vivir la fe y no todos resultan igualmente creíbles,
no todos invitan con la misma fuerza. ¿Podemos sugerir el estilo de vida de un
verdadero testigo?
1. Una experiencia de
vida
El
creyente, enamorado de Dios, no sólo cree. Quiere creer, le gusta creer, le
hace bien creer pues experimenta a Dios como «fuente de vida».
Otros entienden
y viven a Dios de otra manera; la tradición teológica habla de Dios de
diferentes formas. También el testigo conoce palabras, conceptos, símbolos que
hablan de diversos aspectos de la Divinidad. Pero lo que va descubriendo cada
vez con más realidad es lo afirmado por Jesús: «Yo
he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).
Su
experiencia más decisiva de Dios se puede expresar así:
«Estás muy presente
en mi vida pero siento con nostalgia tu ausencia; conozco tu presencia
inconfundible pero eres un Dios oculto; estás dentro de mí pero me
trasciendes. Tú eres mi Dios; más allá de esto no sé nada de ti. Sólo que
me amas y me haces vivir. Por eso te busco y te «encuentro en Jesucristo como
en ninguna otra parte».
Junto
a la experiencia de saberse amado, el creyente vive la experiencia de verse
reafirmado en la vida: mi ser vacilante, cambiante y frágil, lleno de miedos,
fantasmas e inseguridad, amenazado siempre por la soledad y la decepción,
acosado por la humillación y la culpabilidad, sin poder huir del envejecimiento
y de la muerte, este ser mío anhelante de vida, en Dios se reafirma en su
dignidad, se libera, se encuentra con la vida; Dios me infunde paz, seguridad,
comunión, dignidad, libertad, verdad. No son palabras; es experimentar a Dios
como un Dios vivo y que da vida. Cuando, de alguna manera, no es experimentado
así, Dios se convierte en algo postizo, añadido, artificialmente a la vida,
alguien del que no se puede ser testigo, sólo maestro, doctor o predicador.
Este
Dios no me pide apartarme de la vida para encontrarle, no me exige renunciar a
nada humano para ser suyo, no está celoso de mi felicidad, no me reclama
sacrificar lo bello y hermoso de la vida, no genera desconfianza ante el placer,
no me hunde en la culpabilidad. Lo que da verdadera gloria a Dios es un ser
humano lleno de vida[19].
Lo que le agrada es vernos vivir de manera digna y dichosa.
La
huella más clara, el indicio mejor observable de este Dios en la existencia del
testigo es que transforma su vida y la hace más digna y más dichosa en
cualquier situación: en el gozo y en el dolor, en la salud y en la enfermedad,
en la amistad y en la soledad, en la inocencia y en la culpabilidad, en la vida
y en la muerte.
2. El testimonio de la
vida
Lo
que el creyente presenta pues como testimonio de Dios es su vida. Lo decisivo en
esa vida no es la santidad moral sino la actitud ante Dios, la orientación
hacia el Amor, la huella que Dios va dejando en esa existencia. En el testigo
marcado por Dios van emergiendo unas actitudes que todos pueden captar. Son las
actitudes de Jesús «el testigo fiel»
(Ap 1,5).
Así las ve J. P. Jossua:
«actitudes
que me gustan, sobre las que querría establecer mi vida y de las que estoy
persuadido que despiertan en el fondo de sí mucha mayor alegría que sus
contrarias. La fraternidad, la dulzura, la serenidad, el perdón, la paz
contagiosa, la pureza de un corazón sin envidia, el cuidado por la dignidad
humana y la justicia... me parece que representan lo mejor que existe en esta
tierra»[20].
Al
testigo se le percibe como a alguien que va configurando su vida siguiendo las
huellas de Jesús: su acogida incondicional a todo ser humano y, de manera
preferente, al pequeño y desvalido; su compasión por toda desgracia y
sufrimiento; su pasión por defender la dignidad de la persona por encima de
todo; su misericordia para toda flaqueza, humillación o pecado; su lucha
apasionada por todo lo digno y justo; su esperanza inquebrantable, sin falsas
ilusiones; su benevolencia con el extraño y diferente; su pasión por la
verdad, esa capacidad de ir al fondo de todo, por encima de formalismos y
legalismos engañosos; su libertad para hacer el bien; su manera de buscar y
salvar lo que parece perdido; su deseo de infundir confianza y liberar de
miedos; su abandono total en manos del Padre. En el fondo de esta vida está
Dios; en el fondo de quien sigue a Jesús se presiente y sugiere la presencia de
Dios.
3. Un estilo de comunicar
vida
El
testigo no sólo presenta su vida. Lo hace comunicando vida. Por eso, no vive
aislado en su mundo, encerrando en sus pequeños intereses. Vive acompañado,
escuchando, comunicando. El testigo deja de serlo en la medida en que pierde
fuerza comunicativa.
El
testigo no es un extraño. Es una persona profundamente humana a quien no le
preocupa mucho si sus manos están llenas o vacías. El vive amando y buscando
el bien para todos de forma sencilla y gratuita sin que le inquiete no ver
frutos en su entorno.
Al
testigo le preocupa y le ocupa la vida de los demás. Contagia la vida que lo
habita aunque no lo pretenda ni se dé cuenta de ello. El testigo interpela con
su presencia, pero no culpabiliza sino que invita, anima y acompaña hacia una
vida mejor.
Al
testigo le duele todo lo que daña la vida, la dignidad y la paz de las
personas. Por eso, ayuda a recuperar la dignidad perdida, contagia confianza,
conjura miedos, contribuye a que la pasión por la vida supere al pesimismo y el
desaliento. El testigo enseña a vivir buscando, ayuda a las personas a
descubrir y valorar cada paso constructivo.
En
un mundo donde se dice que Dios está ausente, el testigo testimonia que algo
sabe de Dios y de su presencia, algo sabe del ser humano, algo sabe del amor.
En
un mundo aparentemente satisfecho pero con «sed de misterio», el testigo
testimonia que algo sabe de la «fuente», algo sabe de cómo se calma la sed de
felicidad plena que hay en el ser humano.
En
un mundo marcado por la ciencia, la técnica y la burocratización pero donde
persiste la sed de lo «sagrado», el testigo señala que lo más sagrado es el
ser humano herido por el mal.
En
un mundo donde se acusa a Dios ante el mal inexplicable, el testigo hace ver con
su vida que Dios está donde se sufre y donde se lucha contra él; en las víctimas
sosteniendo su vida y su dignidad; en los que luchan alentando su combate contra
el mal.
4. Una vida que
despierta interés
Este
estilo de vivir y de generar vida puede despertar interés y hacer más creíble
la fe pues Dios comienza a interesar en la medida en que se puede intuir que «responde
a las aspiraciones más profundas del corazón humano»[21].
La
gente se interesa por algo cuando siente que responde a sus aspiraciones más
hondas, cuando intuye que allí hay algo que coincide con lo que anda buscando.
La vida del testigo despierta interés cuando en ella se pueden captar unas
actitudes, una orientación, una síntesis vital, unos recursos, una alegría,
una fuerza interior que apuntan a un Dios que responde a nuestro deseo más
hondo que es «la alegría de vivir»
y no hacia un Dios que sólo genera inseguridad, miedo, culpabilidad, asfixia de
la vida.
Es
decisivo ver si el Dios que se intuye en la vida del testigo genera vida o la
ahoga. Porque, como dice J. M. Castillo,
un Dios que no ayuda a vivir de manera dichosa y digna, «por
más que nos digan que es bueno, que nos quiere, y que es Padre, es un Dios
inaceptable y hasta insoportable, al menos para mucha gente. Porque, como es lógico,
todo ser humano quiere ser feliz. Y es que el deseo de la felicidad es la
apetencia más profunda que cualquier persona lleva inscrita en lo más hondo de
su ser. De manera que atentar contra la felicidad de vivir... es la agresión más
grande que se puede cometer contra el ser humano, sea quien sea. Pero si resulta
que Dios es una amenaza, una prohibición constante, una carga pesada, una
censura de lo que haces o dejas de hacer, en definitiva, algo o alguien que nos
complica la vida más de lo que la vida ya está complicada (que es mucho),
entonces se comprende que haya tanta gente que prescinde de Dios, que no quiere
saber nada de ese asunto o incluso que rechaza abiertamente todo lo que se
refiere a Dios, a la religión y a sus representantes en este mundo. Un Dios que
es percibido como un problema, como una dificultad o como un conflicto para
nuestra felicidad, por más argumentos divinos y humanos que le echemos encima,
es y será siempre un Dios inaceptable e incluso detestable, aunque mucha gente
no se atreva a decirlo así»[22].
La
vida del testigo podrá despertar interés si se puede captar que, para él,
Dios no es un problema, una dificultad, un estorbo para ser feliz, sino lo mejor
que ha encontrado para vivir a gusto, intensamente, sin miedo, de manera
liberada y gozosa.
6.
HUMILDAD DEL TESTIGO
No
se ha de confundir nunca el testimonio auténtico con el testimonio
espectacular. El testigo no es una «vedette». Sin duda, hay personas
excepcionales, fuertes, emprendedoras (M.
Lutero King, Oscar Romero, L’abbé Pierre, Madre Teresa de Calcuta). Están
los santos, cuya vida idealizada por la tradición, puede atraer e invitar a la
experiencia de Dios. Sin embargo, lo que hace que la experiencia cristiana se
vaya comunicando de unas generaciones a otras son los pequeños testigos,
sencillos, discretos, conocidos sólo en su entorno, personas profundamente
buenas y cristianas.
Es
peligroso hablar de «testigos profesionales». Puede ser una ilusión falsa
pensar que la «vida consagrada» o el «ministerio presbiteral» hacen sin más
del religioso/a o del presbítero un «testigo de Dios». La calidad del testigo
y su credibilidad provienen de su persona y no tanto de su función o estado de
vida. Sin ser ni menos testigos que sus hermanos, ellos y ellas contribuyen
desde su vida a transmitir la experiencia cristiana.
1. Desde la debilidad
Ser
testigo es una gracia y una exigencia que le va cogiendo al creyente. No tiene
por qué envanecerse ni gloriarse de nada. No tiene por qué quejarse de ninguna
ingratitud o ausencia de fruto. El verdadero testigo se alegra en su propia
experiencia, no se quema ni se hunde en el desaliento.
El
testigo es consciente de sus limitaciones y debilidades. Lo que venimos diciendo
del testigo no ha de llevarnos a un cierto «idealismo» del testimonio. Nuestro
testimonio nace de la debilidad y del pecado. Nunca estamos a la altura de lo
que anunciamos. No podemos legitimar nuestra palabra con nuestra santidad
personal ni con la de la Iglesia. Nuestra experiencia de Dios «la
llevamos en vasijas de barro para que parezca que una fuerza tan extraordinaria
es de Dios y no de nosotros» (2 Co 4,7).
Por otra parte, tampoco nuestras debilidades y pecados son un signo en
contra decisivo. La fuerza del testigo esta en su voluntad sincera de vivir
desde la fe. Ya encontrará Dios su camino hacia cada persona. Lo que no ha de
hacer el testigo es vivir tenso e inquieto.
No
hemos de olvidar, además, que el testimonio de cada uno es parcial. Otros
testigos lo pueden enriquecer y ampliar. En unos se destacará más la
solidaridad con el débil y el excluido; en otros la alegría y la esperanza, en
otros la acogida o la lucha por la justicia o la oración. No creo que el
testigo ha de forzar su propia estructura sicológica; lo importante es
testimoniar lo esencial.
A
veces el testigo se siente rodeado de indiferencia o rechazo. El testimonio del
cristiano apenas encuentra hoy apoyo social o cultural. El pluralismo actual
invita al relativismo, la desconfianza y la dispersión de la atención; la
fuerza del testimonio parece diluirse y perderse. Esta «desnudez» es dura pero
a veces permite al testigo ofrecer su testimonio con menos ambigüedad y sin
apoyos socio-culturales que oculten a Dios.
2. Testigos del Misterio
La
verdadera humildad y fragilidad del testigo proviene, sin embargo, de otro hecho
fundamental: Dios es Misterio.
Lo que testifica el creyente es algo que lo
supera y transciende; algo que no puede demostrar a nadie, sólo sugerir, señalar,
invitar.
Dios es siempre un Dios escondido que se revela ocultándose, Presencia
que nos transciende.
Dios es el que es (Ex 3,14). Siempre permanece en el
misterio. «Dios es siempre una vivencia,
pero jamás una posesión»[23].
Nos atrae, lo buscamos, nos abandonamos a su Misterio de amor, pero sin
poder verlo «cara a cara» (Ex 33,
18-23). Así habla Job de la presencia de Dios: «Si
pasa junto a mí, no lo veo; me roza y no me doy cuenta» (Jb 9,11).
Sin
embargo, el testigo vive esta experiencia insondable con firmeza y con gozo, con
seguridad interior porque el Misterio de Dios es Misterio pero cercano.
Dios no
es una lejanía que se difumina en el enigma total; es Misterio que envuelve mi
ser y me penetra, Misterio que envuelve la vida, las cosas, el mundo. El mundo
es de Dios; la vida fluye de él; él llena la creación entera. Vivimos en
Dios.
No
es la separación sino la comunión y la cercanía total lo que nos hace vivir
en el misterio de Dios. «Su presencia es
tan cercana, tan sin distancia, que es posible perder la perspectiva y no verle»[24].
Esta trascendencia de un Dios inmanente y cercano no conduce al olvido sino que
intensifica la búsqueda y el deseo; es una cercanía que hace crecer la relación
amorosa.
El
testigo sabe que sólo puede hacer presente a este Dios de manera simbólica.
Los símbolos, los gestos, las palabras son «signos humildes» que pueden
invitar a ir más adelante, a buscar más hondo.
Por eso, el testigo acompaña,
defiende, levanta, acoge, se acerca, abraza, perdona, se compadece sabiendo que,
a pesar de su pecado y debilidad, su vida y su persona pueden ser para alguien
«símbolo» de la presencia de Dios.
Inicio
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[19]
Es conocido el aforismo de san Ireneo
de Lyon: «Gloria Dei, vivens homo»
[20]
J. P. JOSSUA, o.c., 53-54
[22]
J. M. CASTILLO, Dios y nuestra
felicidad, Descleé de Brouver, Bilbao 2001, 14
[23]
M. GELABERT, Salvación como
humanización. Esbozo de una teología de la Gracia. Paulinas, Madrid
1985, 56
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