Bajo el título 'Una psicopedagogía de la muerte: educar para la vida' y
organizado por los cursos de verano de la Universidad del País Vasco,
hemos reflexionado sobre aspectos de actualidad educativa y que busco
compartir a modo de síntesis con el lector.
Entiendo la inteligencia emocional del ser humano como la conciencia de
vida y de muerte. Esto es, el sabernos protagonistas de lo que nos
ocurre en nuestras vidas, tanto en el placer como en el dolor. Claro que
mientras ante el placer nuestras hormonas sonríen, ante el dolor nos
encogemos por el miedo.
Uno de los estímulos principales para el despertar de la inteligencia lo
podemos encontrar en saber posponer el placer.
Me explicaré: la niña que
sabe esperar a comerse el chicle hasta después de terminar el bocadillo
sabe también confiar y desarrollar la esperanza en un incentivo futuro.
Así, aprende a valorar el esfuerzo y se ilusiona en aras de una meta a
conseguir. Incluso en algunos casos comprenden que el domingo es el día
en el que van a la tienda y se compran las 'chuches'.
Observemos la
organización mental que requiere aceptar la frustración momentánea de no
comer chucherías entre semana, porque han integrado el no como parte del
'trato'. Un trato que siempre debe cumplirse, pues precisamente consiste
en confiar con esperanza.
Si entendemos la esperanza como la capacidad de esperar, comprenderemos
la ansiedad provocada por no satisfacer inmediatamente el placer que
vivimos actualmente en nuestra sociedad. Podemos argumentar incluso que
la ansiedad viene a ser como el chispazo que se produce cuando chocan el
deseo y el miedo. Por tanto, en una sociedad de consumo y hedonista
hasta límites insospechados como la que vivimos, ¿qué hacemos con el
dolor?
Afortunadamente, el ser humano ha desarrollado medicinas para paliar el
dolor físico, que mejoran nuestra calidad de vida y nos ayudan a tener
una muerte digna. El dolor que podamos evitar nos aliviará en nuestro
camino, no es cuestión de convertirnos en mártires buscando la
purificación divina. Ahora bien, opino que el dolor emocional también
cuenta, aunque no se vea en una radiografía, y es en este dolor donde
voy a centrarme a continuación.
Resulta llamativo cómo, sabiendo que vamos a morir con un cien por cien
de fiabilidad, es decir, no hay margen de error alguno, negamos la
muerte como si fuésemos inmortales. Y no tenemos más que fijarnos en las
estadísticas de accidentes de tráfico, los fallecimientos derivados del
consumo de tabaco Pensamos que sucede lejos o al vecino, pero nunca a
nosotros. Está claro que del intento de evitar algo doloroso hemos
pasado a la negación de su existencia y es aquí donde construimos el
tabú. No parece, pues, muy inteligente por nuestra parte generar unas
expectativas de inmortalidad que nos atrofian recursos de adaptación
necesarios para la integración de las pérdidas y los desapegos que son
inherentes a la evolución de las personas. El dolor es como nuestra
sombra, que nos empuja desde el momento del nacimiento y nos acoge en el
último viaje. Algunos opinan: «Somos olas que, al morir en la playa, se
reúnen en el mar».
Desde mi experiencia profesional en la elaboración de duelos, entiendo
que aprender a vivir con el dolor y encontrar un nuevo sentido a la vida
es el objetivo de muchos padres que han perdido a algún hijo, por citar
un tipo de pérdida.
El dolor tan desgarrador resulta a menudo
incomprendido por una sociedad a la que le incomoda el llanto continuado
y tiene prisa por ver ya bien al doliente. Sin duda, es el temor al
propio dolor el que les aleja de personas en sufrimiento. La elaboración
sana de una pérdida puede generar en el paciente una capacidad de
afrontar las crisis, diferente y más fortalecida. Las distintas fases y
estados anímicos por los que se atraviesa en un proceso de duelo son
complejos de recoger en unas líneas, pero sí me atrevería a decir que
'los colores son el sufrimiento de la luz'.
El tomar conciencia de nuestro dolor nos enseña a reconocer nuestras
limitaciones, salir del perfeccionismo, reconocer el propio vacío
Sabernos mortales nos humaniza. No se trata de tener todo lo que
queremos, se trata de querer todo lo que tenemos. Quizás de esta manera
comprenderemos que no somos el gigante de nuestros sueños, pero tampoco
el enano de nuestros complejos.
Podemos entender la salud psicológica como un proceso de liberación
interior, a través del cual nos vamos enfrentando a temores infantiles
que nos esclavizan a fantasmas imaginarios. El amor no es tolerancia
pasiva, necesitamos confrontación amorosa. Crecemos y nos educamos a
partir de las expectativas que se tienen de nosotros. Nuestra vida
adquiere un sentido si coincide con estos aspectos y si no es así se
produce una crisis existencial. Es ahora el momento de integrar y
recobrar aquello de lo que nos avergonzábamos. Sólo así superamos este
bache, ya no sirven nuestras caretas. En juego está nuestra
autenticidad. ¿Sé más uno y no uno más! En nuestras manos no está volver
hacia atrás y cambiar la tragedia, pero sí la manera de afrontar el
dolor. Dependiendo de nuestra actitud, actuaremos como una mosca que es
capaz de encontrar la mierda en un campo sembrado de flores, o bien como
una mariposa que sabe encontrar una flor en medio de un campo de
estiércol.
Hoy en día hemos pasado a confundirnos con una permisividad catastrófica
en la educación de nuestros hijos, y esto les genera mucha inseguridad.
Porque, ¿dónde están los límites? ¿Cómo salir del egocentrismo
narcisista?
La capacidad de tolerar la frustración posibilita que nos creamos
capaces de construir un futuro con ilusión. Ocurre que en nuestra
sociedad hemos desmembrado excesivamente el binomio placer-frustración.
Desde mi punto de vista, el hilo conductor que necesitamos para unir
ambas polaridades es la esperanza. Cómo decía al principio, 'la
capacidad de esperar'. Confiar nos refuerza la autoestima, atempera
nuestra paciencia y sobre todo nos ayuda a ser conscientes de lo que
queremos realmente y no de forma mercantilista. Aprendemos a visualizar
un futuro que colme la frustración momentánea y así, al obtener el
objeto, sabemos gozarlo con intensidad y sabor a premio.
Quizás en estos días hemos podido ampliar nuestro umbral de conciencia y
permitir así que podamos representar mentalmente un realidad temida, y
atrofiada por tanto en el sustrato radicalmente creativo. Educarnos para
la vida consciente pasa por integrar también lo doloroso y entender
nuestra humanidad. Quizás así cooperemos también como especie. Una vez
escuché que sólo las especies que colaboran son las que perduran y
evolucionan. Entendamos, pues, cómo Darwin nos animaba ya a trascender
nuestro egocentrismo.
Recuerdo una cita de Anthony Hopkins en la película 'Tierras de
penumbra' en relación al amor y el dolor:
«Dos veces me ha tocado elegir
en mi vida, la primera fue cuando siendo niño murió mi madre y elegí la
seguridad. Ahora, siendo hombre y ante la muerte de mi compañera, elijo
el dolor, pues ahora sé que el dolor de ahora es parte de la felicidad
de entonces, y éste es el trato que hacemos con la vida».
¡Apostemos por vivir y no por sobrevivir!