UNA CRUZ SENCILLA
Juan Manuel de Prada
Una empleada de la compañía aérea Bristish Airways ha
sido suspendida de empleo y sueldo durante quince días por
llevar un colgante con un crucifijo por encima de la camisa. La
noticia tiene un no sé qué desquiciado, como de pesadilla
emanada de una realidad pavorosa y asfixiante. ¿A quién
molestaba que esa mujer portara un signo que identifica su fe?
Resulta chocante que a nadie se le impida teñirse el pelo de
colorines, raparse al cero o dejarse una cresta de indio
iroqués, tatuarse hasta el último centímetro de piel, perforarse
el cuerpo con doscientos o trescientos piercings, vestirse como
un adefesio o pasearse enseñando la raja del culo; en cambio, si
se le ocurre colgarse un crucifijo del cuello se convierte
automáticamente en reo de sospecha. Que un crucifijo se
convierta en piedra de escándalo sólo puede interpretarse como
un síntoma alarmante de amnesia o necrosis cultural. Desde hace
algún tiempo, un cierto apetito autodestructivo se enseñorea de
Europa. Como los alacranes que se clavan su propio aguijón y
agonizan víctimas de su propio veneno, diríase que los europeos
hubiésemos decidido aniquilarnos, marginando y olvidando la
herencia histórica que nos constituye. Este apetito
autodestructivo halla su más triste y contumaz expresión en el
afán por borrar de nuestra memoria el legado moral y cultural
cristiano, que de vez en cuando propicia episodios tan chuscos
como el que acabamos de mencionar. La sana laicidad del Estado
se empieza a confundir con una beligerancia antirreligiosa que
trata de negar al hombre su vinculación con la trascendencia,
que trata de borrar nuestra genealogía espiritual y cultural.
Europa parece haber olvidado que la patria del hombre –según nos
enseñase Maritain– es el Absoluto. Cuando al hombre se le
destierra de esa patria común, cuando se le desgaja de esa parte
intrínseca de sí mismo se le está condenando al desarraigo, a la
intemperie, a la orfandad; se le está relegando a la condición
de triste materia. La dimensión trascendente convierte al hombre
en criatura sagrada, irrepetible, capaz de acceder a la verdad
sobre sí mismo y sobre el mundo, y capaz, asimismo, de una
salvación única y singular.
Siempre que me topo con una noticia de este jaez,
recuerdo aquellos vibrantes versos de León Felipe: «Más
sencilla, más sencilla. / Sin barroquismo, / sin añadidos ni
ornamentos, / que se vean desnudos / los maderos, / desnudos / y
decididamente rectos. / Los brazos en abrazo hacia la Tierra, /
el astil disparándose a los cielos. / Que no haya un solo adorno
/ que distraiga este gesto, / este equilibrio humano / de los
dos mandamientos. / Más sencilla, más sencilla: / haz una cruz
sencilla, carpintero». En la belleza sobria de un crucifijo León
Felipe descubría algo más, mucho más, que un mero cachivache
religioso. En esos dos maderos cruzados se compendia la historia
del género humano, con toda su genealogía de debilidad y
grandeza, dicha y dolor. La cruz, epicentro de la iconografía
cristiana, es también un emblema formidablemente humano. En ella
quedan resumidas y denunciadas todas las barbaries que los
hombres han perpetrado, desde el asesinato de Abel hasta
cualquiera de las matanzas que hoy diezman la humanidad; en ella
se plasma nuestro feroz y fecundo anhelo de rebelarnos contra la
muerte.
«Los brazos en abrazo hacia la Tierra, / el astil
disparándose a los cielos.» En estos dos versos de León Felipe
se cifran las dos vocaciones más nobles del hombre: una vocación
de ensimismada piedad y donación ante el sufrimiento humano; y,
junto a ella, explicándola, una vocación de trascendencia que
cada día nos ayuda a resucitar sobre los escombros de nuestra
fragilidad. Durante veinte siglos, el misterio de la cruz ha
servido también de gozosa inspiración a las más perdurables
creaciones del arte y el intelecto: ni Velázquez ni Unamuno –por
citar sólo dos nombres que confluyen ante la imagen del
Crucificado– serían explicables sin dicho misterio. Veinte
siglos de cultura occidental se resumen en esos dos maderos
«desnudos y decididamente rectos»: veinte siglos de conquistas
que enaltecen la historia humana; veinte siglos agitados de
crueldades que un Dios que se inmola por sus criaturas nos
invita a detestar. En la cruz, «equilibrio humano de los dos
mandamientos», está todo lo que somos, todo lo que anhelamos
ser, todo lo que nos avergüenza haber sido.
Al legado ennoblecedor que se resume en esos dos maderos
parece haber renunciado una Europa desnortada, entregada
irracionalmente a un arrebato de autodestrucción.